Así es la vida de Gebreselassie, el mejor atleta de fondo de todos los tiempos, que se ha convertido además en protagonista de las ansias de progreso económico de etiopía, uno de los países más empobrecidos del mundo. La Voz compartió con el legendario corredor el día que se le concedió el Príncipe de Asturias de los Deportes
Haile Gebreselassie, el atleta de los veinticinco récords del mundo, sostiene que el corredor de fondo siempre compite contra sí mismo. Y el maratón, la carrera reina de la que él ostenta la mejor marca del planeta, es la expresión máxima de la prueba de superación a la que se somete el deportista. Haile, el niño que nació en una aldea remota de las tierras altas de Etiopía y que contra pronóstico se convirtió en uno de los mejores atletas de todos los tiempos, es, en cierto modo, la metáfora de las aspiraciones de un país antiguo y empobrecido que lucha por salir adelante.
Gebre, como se le conoce en Europa, simplemente Haile, como le llaman sus paisanos, pero nunca Nefteña (una expresión que alguien quiso tomar del amariña, el idioma mayoritario en Etiopía, traducida como el jefe, pero que allí tiene un significado casi ofensivo), acaba de ser distinguido con el Premio Príncipe de Asturias de los Deportes.
Se le reconoce como un ejemplo de sacrificio y superación, pero también su compromiso con la paz y el desarrollo de su país. «Hasta el final de su carrera ha sido un mito que desafía su propia leyenda», dice el acta del jurado que, en cierto modo, se adelanta al colofón que Haile quiere poner en el maratón de los Juegos Olímpicos de Londres del próximo verano.
El viernes de la semana pasada, mientras el jurado deliberaba su veredicto en Oviedo, La Voz de Galicia compartía la mañana con el mejor corredor de larga distancia de todos los tiempos en su oficina de Adis Abeba. «Considero que este prestigioso premio no es solo un homenaje a mi carrera, es también un reconocimiento a todos los atletas de mi país y de África», declaró el atleta tras recibir la llamada del embajador de España en Etiopía para comunicarle la decisión del jurado.
Lo dice desde lo más alto de un edificio nuevo de hormigón, acero y cristal, en Bole Road, la avenida que conecta el aeropuerto con el corazón de la capital etíope y que simboliza las ansias de renovación y crecimiento del país, pero también los contrastes y contradicciones en que vive Etiopía, y África casi en su conjunto.
Es la misma avenida en la que comparten espacio los niños mendigos y la nueva business class del país, la calle en la que se desató el delirio de miles de etíopes que acudieron a recibir a su nuevo héroe tras ganar sus primeras medallas de oro olímpicas, en Atlanta y sobre todo en Sídney, en la carrera del 10.000 en la que derrotó a Paul Tergat y que Haile recuerda como la mejor de sus gestas.
En el cuartel general
Van a dar las diez de la mañana y el Alem&Haile Building es un hervidero. Hay oficinas, cafetería, el gimnasio con clases de pilates, un cine, salas de convenciones, tiendas de deportes. Es la hora a la que Gebreselassie suele llegar a su oficina. Esperamos en el distribuidor de la octava planta. El ascensor arroja una nube de personas y del fondo emerge la sonrisa franca y la personalidad magnética de un hombre menudo.
Pasamos a un despacho, el que utiliza habitualmente su mujer, Alem, en el que se nota que hay actividad. Desde aquí se maneja un complejo empresarial que ya da empleo a casi un millar de personas y que abarca los sectores inmobiliario y de la construcción, la educación, el turismo, la agricultura o la automoción. Es habitual, cuando se glosa la figura de la más grande de las leyendas vivas de Etiopía, que se hable además de sus inmensas proezas deportivas, de su acción solidaria, de las actividades y fondos destinados a programas de apoyo a la infancia, de lucha contra el sida, de promoción del atletismo y de mejora de la calidad de la educación.
Prueba del respeto que se ha ganado y de que es un auténtico modelo social en su país es que, con poco más de 30 años, ya formaba parte del Shimagle, una especie de consejo de ancianos que ha mediado, por ejemplo, en el indulto de los miembros de la oposición encarcelados después de los sangrientos disturbios que siguieron a las elecciones del 2005.
Desde la azotea de su cuartel general nos enseña la profunda transformación urbana y económica que está experimentando la capital de Etiopía. Pese a ser uno uno de los países más pobres del mundo, crece a ritmos superiores al 10 % desde hace más de una década, aunque la carcoma de la inflación sigue haciendo agujeros en los bolsillos de la mayoría de sus más de 80 millones de habitantes.
Barrios enteros de infraviviendas están siendo demolidos en Adís para dejar espacio a nuevos edificios y avenidas.
Haile se siente protagonista de ese cambio, y su faceta como empresario es muy apreciada en el país, más allá del tópico del deportista multimillonario benefactor. Siempre ha dicho que su compromiso es su país, generar riqueza con las ganancias obtenidas con su esfuerzo y gracias a su espíritu de superación. Cree que, de todos modos, para alcanzar un crecimiento sostenido y llegar a ser un país de ingresos medios hace falta un cambio de mentalidad en la gente.
La mentalidad que él ha tenido siempre, desde que se esforzaba en hacer realidad su sueño cuado era un niño que corría 20 kilómetros diarios para ir a la escuela, cuando ganó su primer sueldo como corredor (155 birrs, unos 7 euros al cambio actual) o cuando empezó a embolsarse cantidades que pueden superar el cuarto de millón por correr algún maratón. Es imposible saberlo con exactitud, pero algunos cálculos sitúan el patrimonio de Haile Gebreselassie en unos 35 millones de euros, una inmensa fortuna para un lugar como Etiopía.
Su último gran proyecto, además de algunas promociones inmobiliarias en la capital, es un hotel de lujo a orillas del lago Awassa, en una moderna y ordenada ciudad del sur de Etiopía a la que se llega atravesando un espectacular paisaje que serpentea una carretera construida por la española Dragados. «Si Dios no te ayuda, tu trabajo no sirve de nada, pero, en todo caso, tienes que trabajar duro». La frase la pronuncia Haile Gebreselassie en la película Endurance (Resistencia), una reconstrucción de su vida producida por Walt Disney y protagonizada por el propio atleta.
El recuerdo de una infancia muy dura -«el secreto de mi estilo de vida es mi infancia», dijo alguna vez-, la disciplina, el esfuerzo, la constancia y la confianza en sus propias posibilidades. Son las claves para el cambio de mentalidad que el país necesita y al que Haile se refiere.
Llega al despacho a las diez de la mañana para atender los asuntos del día -«aquí no se toma ninguna decisión sin que pase por su mesa o por la de Alem», nos comenta un empresario etíope que trata a Haile desde hace años-, pero el día comenzó para él antes incluso de que saliese el sol. Siguiendo la rutina, el mismo día que le concederían el Príncipe de Asturias, Haile se levantó a las cinco de la mañana para subir a entrenarse al monte Entoto, «un lugar mágico» en el que el emperador Menelik II, predecesor de Haile Selassie, construyó su primer palacio antes de instalar la capital de la Etiopía moderna en Adís Abeba. Gebre se entrena en las escarpadas pendientes de Entoto, como hacen decenas de chavales que persiguen su sueño entre eucaliptos, a tres mil metros de altitud, junto a mujeres cargadas con gigantescos haces de leña que recogen en el bosque o entre fieles que rezan ante la iglesia octogonal de Santa María, en cuyo museo se conservan al lado de reliquias y coronas de reyes algunas de las medallas que ganó el fondista. A Haile no le gusta la ostentación.
De joven temía más a un coche caro que a las hienas, porque pensaba que podía robarle las ganas de correr. No sucedió. Hoy lleva una vida bastante espartana y familiar -le gusta ver películas en casa con su mujer y sus cuatro hijos, reunirse para disfrutar de la cocina etíope los días de fiesta, como la del Enkutatash, el Año Nuevo etíope, que se festeja este domingo-.
La única muestra de lujo es la vivienda, casi una mansión, que tiene en una ladera del barrio de Menguenaña, donde la ciudad deja paso al bosque de eucaliptos. Cuando ya ganaba carreras seguía viviendo con tres de sus diez hermanos en una modesta vivienda, y tomaba mirindas y café con su novia, Alem, junto a los campos de Jan Meda, el antiguo hipódromo de Haile Selassie. Hoy, como hace veinte años, aún le corta el pelo la misma peluquera del distrito italiano de Kasanchis.
Gebreselassie nos despide en el ascensor. La jornada en la que recibió el Príncipe de Asturias aún será larga. Tiene reuniones, tomará decisiones sobre sus inversiones y, por la tarde, bajará al gimnasio para completar una sesión de cinta, junto a sus clientes. ¿El futuro? Él a veces insinúa que la política. Quién sabe. En octubre acudirá a Oviedo a recoger el premio.
la voz de galicia