Los kenianos suben de graduación a sus atletas para que cobren un mejor sueldo y puedan dedicarse a sus carreras
En silencio. Agazapado en el sofá. La mirada del pequeño keniano se ilumina al escuchar la narrativa paterna. En sus apenas cinco años de vida, quizá haya escuchado la misma historia decenas de veces. Poco importa. Sus ojos, como platos. Fuera, diluvia.
«Hace cientos de años, cuando el abuelo de tu abuelo todavía era joven, en Kenia hubo una profunda hambruna. Sin nada que comer, los rebaños desfallecían. Es entonces, cuando en la familia, comenzamos a cazar animales salvajes a la carrera. Desde ese momento fuimos conocidos como los antílopes».
El cuenta-cuentos de excepción (la lengua local quizá contribuya a la épica) no es otro que Abel Kirui, inspector de Policía en la localidad keniana de Kapsabet y en su papel quizá más reconocible, actual campeón del mundo de maratón.
«La mayor parte de los atletas kenianos formamos parte del equipo policial. Esto ya no es como en tiempos de mi abuelo» —reconoce el atleta a ABC, en su residencia de Kapsabet—. «Es una forma de obtener seguridad y garantías en nuestro entrenamiento diario».
Y también, de reconocimiento social. Solo dos días después de su victoria en los Mundiales de Daegu, Corea del Sur, Kirui era ascendido por el Gobierno keniano de sargento a inspector del cuerpo. Pese a ello, su salario apenas llega a los 35.000 shilling (cerca de 300 euros) mensuales. Ni un solo lamento se asoma en sus labios:«No me puedo quejar. Durante mi carrera deportiva estoy exento de patrullar las calles y mi labor se limita a labores de representación. Sin embargo, el miedo es que, cuando los éxitos se apaguen, todo esto se derrumbe», reconoce.
En el recuerdo: Samuel Wanjiru, oro en Pekín 2008 y quien el pasado mes de mayo fallecía al precipitarse al vacío desde el balcón de su vivienda. A poca gente le sorprendió su muerte.
«A Samuel el éxito le pilló demasiado joven (el maratoniano se proclamó campeón olímpico con tan solo 21 años)» — destaca Kirui—. «Y en esta profesión hay que tener la madurez necesaria para recibir las críticas y, sobre todo, saber que un día tocas la gloria y al día siguiente caes en el anonimato».
El maratoniano sabe de lo que habla. En la actualidad, la casi totalidad de su economía se sustenta gracias a la ayuda servida por los patrocinadores y, sobre todo, a los premios obtenidos en las carreras. Un emolumentos que le permiten disfrutar de una envidiable vivienda en el valle del Rift, pero que no le impiden bajar la guardia. En juego: el presente (y futuro) económico de su familia.
«La mayor parte de los atletas prefieren reservarse para las pruebas de mayor nombre y fama. Yo me conformo con representar a mi país. Aunque les entiendo. De igual modo que la victoria en el Campeonato del Mundo se paga a 60.000 dólares, los vencedores en maratones como Chicago o Nueva York reciben más de 100.000 (sin contar suplementos)», señala el atleta.
Falta de apoyo
Indiferente a estas palabras, su hijo se entretiene con los trofeos paternos. El bienestar económico se entrelaza entre sus dedos. Mientras, en Kapsabet, continúa el aguacero: «La verdadera miseria del deporte keniano es la falta de apoyo gubernamental y de instalaciones. Entrenar en estas condiciones es un infierno. A cada paso tengo el miedo de lesionarme», denuncia.
A día de hoy, el territorio keniano no cuenta con un solo tartán público, por ello, el triángulo conformado por las localidades de Kapsabet, Eldoret e Iten se ha convertido en una procesión continua de atletas en busca de gloria. Algunos, descalzos. Otros, en zapatillas de marca. Solo el éxito les separa.
Humildad y capacidad de superación es algo que sobra a nuestra siguiente interlocutora. Se trata de Edna Kiplagat, una menuda keniana de timidez casi enfermiza, pero cuyo atrevimiento queda reservado para la pista: campeona del mundo de maratón y, como Abel Kirui, miembro de la Policía keniana. «De la semana, tres días los dedicó a entrenar (20 kilómetros cada uno de ellos) el resto, al departamento de deportes de la Policía» asegura a este diario la atleta, interrumpida de forma constante —cual ventrílocuo- por su marido, Gilbert Koech.
La complicidad entre ambos es absoluta. Y no solo en la alcoba. Porque a falta de dinero para costearse un entrenador de garantías, Gilbert debe ejercer también de preparador físico de su esposa. «Ninguna autoridad deportiva del país nos apoya. Si queremos visitar el circuito de Londres antes de los Juegos o entrenar en Colorado (donde forman parte de un centro de alto rendimiento) dependemos siempre de la ayuda de los patrocinadores», reconoce la campeona del mundo.
A su lado, su marido asiente con la cabeza, mientras golpea con fuerza el lomo de una res que nos interrumpe la marcha. El encuentro animal no es casualidad. Junto a los trofeos de Edna, el actual seguro vitalicio del matrimonio Kiplagat se limita a un pequeño rebaño de bueyes y cabras que pastorean con asiduidad porque la el suplemento de los patrocinadores no va a durar siempre.
Otras alternativas
«Tengo 32 años y mi carrera deportiva no va a ser eterna. Por ello, necesito salvaguardas para garantizar el futuro de los míos», reconoce.
El anhelo familiar, la construcción de un hotel-residencia para atletas sin apenas recursos. «Al margen del deporte debemos manejar otras alternativas. Porque en el maratón actual, ya no basta con perseguir antílopes en forma de sueño».
En Kapsabet, mientras, continúa el diluvio.