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Aún recuerda que aquel 28 de septiembre de 2014 pasó más de 10 minutos bajo la Puerta de Brandeburgo, «tan tranquilo, parado, de pie», en el limbo de la historia: al cruzar la meta del maratón, sólo se giró, intentó sin éxito abrazar a su rival, Emmanuel Mutai, bebió una botella de agua y se quedó a la espera. «World record», gritaba, excitado, el público próximo, pero él, nada.
Hasta que un responsable de la carrera le señaló dónde estaban los vestuarios y, al llegar a éstos, se encontró entre botes a su agente. Dennis Kimetto (Eldoret, Kenia, 1984) no descubrió que se había convertido en el hombre más rápido que jamás completó los 42 kilómetros y 195 metros.
¿Qué pensó?
Que, por fin, había acabado.
Durante la carrera no miraba al coche con el cronómetro; sólo miraba al asfalto. Quería llegar a la meta, estaba agotado, Mutai me llevó al límite.
Tanto vértigo y tanta calma: el plusmarquista de las dos horas, los dos minutos y los 57 segundos es el hombre más tranquilo del planeta.
«¿Prefiere volver a batir su récord mundial o ganar el oro olímpico en Río?»
Mi vida de niño era muy dura, no pude ir a la escuela, la granja familiar era la prioridad, pero un día, en el pueblo, vi por la tele una carrera, un duelo entre Haile Gebreselassie y Paul Tergat, y supe que todo podía mejorar con el atletismo, resume, y habla de los 10.000 metros de los Juegos de Sidney 2000, cuando en los últimos metros perdió Tergat, su «gran ejemplo.
«De pequeño ya corría, como todos, pero sólo entonces empecé a entrenar cada día, muy pronto, antes del amanecer. En 2007 me encontré a Geoffrey [Mutai, maratoniano], me invitó a unirme a su grupo y ya», finaliza un relato que, en realidad, culminará con el mejor debut de siempre (2:04 en Berlín 2012) y el récord.
¿Cómo le ha cambiado la vida?
He podido ayudar mucho a mi familia y a mi comunidad y ahora soy un referente para los jóvenes. La fama ha mejorado mi vida.
Pero no se refiere a nuestra fama. Su cita con este diario tiene lugar en la tienda Adidas del Paseo de Gracia de Barcelona un viernes por la tarde y, aunque en una hora pasan centenares de clientes por la zona de running, sólo dos adivinan quién es. En realidad habla de su fama. «En el valle del Rift todo el mundo me conoce», admite, sobrado de proyectos: en Eldoret ha construido una escuela y, en unos meses, inaugurará una iglesia. Lo detalla orgulloso, como cuando reconoce que, en 2013, tras vencer en el maratón de Chicago, ya se permitió levantar una nueva casa familiar y modernizar toda la granja: «Ahora todo es más sencillo para mis padres. Cuando les visito, les veo felices y aún les ayudo a sembrar maíz u ordeñar las vacas».
¿Será usted el hombre que baje de las dos horas en maratón?
No, no, no. Es muy difícil. Mi generación no lo conseguirá, quizá la siguiente lo logre. Creo que, como mucho, podré superar los 2:02, lo intentaré el año que viene.
Pero... «Puedo bajar de las dos horas», declaró en cambio Wilson Kipsang en estas mismas líneas en 2014 y cuando Kimetto, compatriota y compañero de entrenamientos suyo, lo descubre, estalla en carcajadas: «Con nuestra edad, recortar tres minutos a nuestra mejor marca personal es muy complicado, de verdad». «Tampoco me obsesiona: yo sólo corro por una vida mejor, no por los récords», finaliza, y, aunque suena a obligación, no lo es. Tras esquivar una pregunta sobre los casos de dopaje en su país (con un silencio absoluto) asegura que cuando se retire seguirá haciendo jogging y que espera que algún día su hijo de tres años, Alphas Kibet, pueda seguirle las zancadas: «Sería muy bonito, correr puede ser muy divertido».